jueves, 4 de abril de 2013

I

Aquellos recuerdos cálidos.
Aquel confortable paraíso mental en el que me refugiaba.
Todo aquello que vivía en el plano negro que oculta la realidad cuando cierro los ojos.
Entreabrirlos, descubrir mi piel calada; el morbo de los susurros callado por la lluvia de la ducha chocando contra la piel que  al tacto se solía erizar.
Como se cuela el odio disuelto en agua por el desagüe, como se colaban los dedos entre mi pelo.
Observar entre el choque de mis pestañas: mis manos, las que soñaban con sujetar mil nucas mientras nuestros labios se amaban. La mano que buscaba refugio cuando tenía miedo, cuando olía el miedo, la inseguridad.
Tantas fueron las veces que se pasee mis manos por mi cuerpo.
Tantas fueron las veces que sus dedos se entrelazaron por las desgastadas calles de nuestro pueblo. Tan pequeñas ellas, al lado del mundo.
Esas manos que empezaban a tomar un color pálido...
Sin fuerzas siquiera, de poder entrelazarlos como hace minutos el telón de mis parpados había dejado que mi imaginación sintiera.
Aquel placer falso, que se desvanecía como mis lágrimas con las gotas de la ducha, como el tono de mi piel junto a este insufrible presente.








Sin derecho a lamentarme.
Prendí fuego a cada promesa e ilusión en su momento.
Por eso, ahora, cuando miro sus ojos, brillan la luz de una estrella que ya


ha muerto.










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