miércoles, 30 de septiembre de 2015

I

Con las piernas cruzadas apoyaba las botas llenas de barro en el asiento vacío de enfrente, mi cabeza rebotaba contra el cristal de la ventana en cada bache que encontraban las ruedas del autobús por las calles de Madrid. Mi vista se dejaba llevar por el panorama que presentaba un domingo de octubre a las 7 de la mañana: la luz blanquecina, tan agradable como tranquila se reflejaba en los ceños fruncidos de quienes corrían a coger el transporte público que les llevaría a su cárcel o la ansiedad depresiva que caía de aquellos ojos apagados sin comunicación ninguna. A pesar de aquel análisis cínico, me parecía un buen momento. Volvía a casa con ese dulce escozor en los ojos por mantenerlos activos más de 24 horas, ese zumbido que nace desde lo más profundo del cráneo, y ese torbellino de estupefacientes en la sangre que relaja cada músculo de tu cuerpo después de tanto alboroto, mi cuerpo pedía a gritos escuchar el caer de la lluvia de la ducha, sentirlo al contacto con la piel y sumergir cada recuerdo de aquella noche en el vaho que inundase el baño, cada recuerdo que me hacía creer crecer como persona, que me hacía feliz.. qué confortable aquella sensación de hipocresía.

Me quité los cascos apagados de mis oídos con ganas de relacionarme con el mundo, y como por una señal del destino, cosa en la que nunca he creído, escuché un grito por la espalda. Qué podía ir mejor, nada como serle útil a un conductor desconocido perdido en busca de Puerta de Toledo. Aquello fue lo primero que me imaginé, como si el sentir que aquella llamada fuese cosa del destino me hubiera otorgado poderes de predicción.

Qué inocente. 

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